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Sergio Rojas, para Luz común

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(publicado en el libro Las obras y sus relatos III, 2017)

“¿A partir de qué momento un sitio es verdaderamente de uno? ¿Cuándo se han puesto un remojo los tres pares de calcetines en una batea de plástico rosa? ¿Cuándo se han utilizado todas las perchas descabalgadas del guardarropa? ¿Qué se han experimentado las ansias de la espera, o las exaltaciones de la pasión, ¿O los tormentos del dolor de muelas?

Perec: Especies de espacios

El asunto que aborda la artista visual Carola Sepúlveda en el proyecto “Luz Común”, es el de una consulta cotidiana, trata de una pregunta que hace el espacio cotidiano, y más específico de la intimidad del hogar. Es cierto que hoy forman parte de lo cotidiano las galerías comerciales, los multicines, las vías del metro, los insumos diarios de los medios de comunicación , etcétera. Así, en nuestra actual noción de lo cotidiano han ingresado el tiempo y el espacio del público, con todo su bullicio y estridencia visual. En este sentido, el espacio del hogar es un refugio, una interioridad en la que la subjetividad del individuo se recoge sobre sí, retornando automáticamente, reuniéndose automáticamente y con los suyos.“Luz Común” explora en apartamentos esa escenográfica intimidad del espacio hogareño, en donde se encuentran las distancias establecidas por los protocolos y urgencias que rigen el trabajo, el negocio y la calle. Sabemos que vivir en un apartamento es, en cierto sentido, vivir en un lugar que es dos veces interior . La persona ingresa primero en el edificio para luego recién cruzar el umbral de su hogar, y en este tránsito los vecinos se enfrentan a una peculiar “exterioridad” interior. Como señala la artista: “el vecino, aquel extraño que se encuentra de pasada en las escaleras o accesos (…), se presiente todo el tiempo desde el interior de cada departamento, a través de murmullos y taconeos que vienen desde los pasillos y detrás de los muros “.”Luz Común” es la reflexión visual de este presentimiento.

¿Qué significa habitar un espacio? El epígrafe de Perec vuelve a llamar nuestra atención sobre la dimensión más pedestre, funcional y común de la existencia humana. En la intimidad de nuestros espacios domésticos nos entregamos al ejercicio de una economía de recursos que, estando al servicio del “cuidado de sí”, carece de toda épica. Contra lo que podría creerse en un primer momento, el hogar no es un lugar de soberanía, de mando o de máximo control. Más bien allí es donde está el sujeto se disemina en un sinfín de utensilios: vajilla, adornos de mesa, conservas en la desespensa, ropas de cama, artículos de aseo y lavandería, etcétera. Porque habitarno es simplemente estar en el propio, sino domiciliarse en el orden de las cosas, hallarse después de todo en la finitud de un universo material acotado. Es en ese régimen de cercanías y “amanualidad” que establece una escala humana de la existencia.

Ahora bien, si la figura de domicilio describe lo que estaría nuestro espacio más cercano; más aún, si en sentido estricto dicho espacio es algo de lo que no podemos ser nunca específicamente afectados (porque es el efecto de un tejido de hábitos, de pequeños gustos y disgustos, de rutinas en las que se han hecho corresponder los tiempos propios y ajenos de una forma que nunca recordamos haber negociado), entonces… ¿cómo tomar la distancia que haga posible reflexionar el supuesto orden de intimidad cotidiana, su estética sin autor? Es aquí en donde surge la pregunta por la intimidad de los otros, no la de la humanidad en general, sino la de los vecinos .Reunidos y separados en el edificio de departamentos, la intimidad doméstica de cada uno limita materialmente con las de los demás. Cada espacio de lo familiar se encuentra de alguna manera rodeado arquitectónicamente por una alternativa, que en este caso no corresponde a lo simplemente “infamiliar”, sino a otras familiaridades . ¿Cómo han organizado mis vecinos los muebles de sus existencias? “Vivir -escribió Perec-es pasar de un espacio a otro haciendo lo posible para no golpearse”. Entonces imagino de forma difuminada los objetos que configuran esos lugares desde donde vienen pasos, música, olores.

La artista acordó con sus propios vecinos las condiciones en que estos le permitieron visitar sus controles departamentos en ausencia de ellos: podríamos mover y registrar fotográficamente todas las dependencias, pero sin trajinar ni abrir cajones, sin alterar el orden de las cosas, sin tocar nada . Es decir, cuyo que los vecinos autorizaron fue literalmente el ingreso en sus espacios familiares de una mirada . Los términos del acuerdo se corresponderían rigurosamente con la condición formal del proyecto mismo, e incluso podría decirse que da cuenta de la esencia de este.

En efecto, ya sumida en la calma del domicilio, la subjetividad presencial de otras familias, imagina a los otros en el mismo (en esos apartamentos vecinos cuyos dormitorios, cocinas y salas de estar tienen las mismas dimensiones), y entonces se pregunta por esas formas otras de habitar. Aquí está lo común de “Luz Común”. Imaginar cómo puedo obtener el otro su diferencia me permite reflexionar mi propia diferencia, intentar asistir a la imagen que mi propio domicilio ha llegado a ser. Por eso es que el departamento de Carola es también parte del registro y de la exposición.

La mirada del artista ingresó entonces en los espacios de los vecinos, los que hasta ese momento habían sido solo imaginados, ficcionados, y que son ahora nuevamente imaginados por el trabajo con las cámaras fotográficas. Cada departamento constituye un espacio que ha sido elaborado por sus moradores hacia adentro, pues se trata de lugares privados, íntimos; por lo mismo, el espacio no se ordena contra una posible mirada intrusa, no hay nada que apareció ni esconder. Entonces, para la mirada que realiza el registro fotográfico, produzcamos el efecto paradójico de un lugar sin secretos , porque todo está a la vista.

Lo que la artista se registra registrador son las imágenes específicas de los apartamentos vecinos, por eso el carácter difuminado de lo que vemos en las fotografías. “Luz Común” reúne esos espacios imaginados, el habitar de los vecinos que en la domesticidad de su orden había sido durante años asunto de recíprocas conjeturas. En la exposición asistimos, literalmente, a la imagen de una imagen . En efecto, la cámara digital hizo en cada caso el registro de la imagen que había producido la cámara estenopeica. El recurso a la artesanía de la imagen tiene como propósito justamente reflexionar la construcción de la imagen: la estética hace la imagen, imagina los apartamentos de los vecinos.Habiendo ingresado a esos apartamentos otros, el procedimiento de la imagen restituye el enigma de las existencias vecinas. Cada uno de esos espacios, aun exhibiendo una economía de recursos análoga, no dejará de ser lo que es: el lugar de otro .

Oh Sombra: silenciosa y cotidiana intimidad. Carola Sepúlveda, 2019

… y confundidos, los pequeños lagartos nocturnos del desierto salían por debajo de las piedras, mientras el viento raspaba más intenso y frío en las mejillas. Instalados en el movimiento, la luz cedía su espacio. Nunca antes estuve en medio de la ambigüedad de un crepúsculo, nunca vi estrellas en el día.Nunca antes vi una esfera negra brillando. Nunca antes me cubrió la sombra de un astro.

Carola Sepúlveda. Eclipse total de sol. Atacama, julio 2019

Publicado por Revista Temporales, New York University

Ver completo en: https://wp.nyu.edu/gsas-revistatemporales/oh-sombra/

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EL INSTANTE BREVE

En la era de las imágenes, la fotografía ha tenido un lugar predominante, aunque no siempre se ha reparado suficientemente en el valor de su hacer. Solo a partir de su imprevista inclusión en la práctica artística contemporánea fuimos más conscientes de ella; desde entonces, ha ejercido un predominio invariable, abarcando distintos ámbitos y áreas del conocimiento, particularmente en las artes y la comunicación.

De manera insospechada, este artilugio tecnológico fue irrumpiendo en el quehacer artístico: acciones de arte y performances, junto a elaboradas propuestas conceptuales a fines de los años ´60, validaron la necesidad de documentar este tipo de trabajos, soporte sin el cual hoy no tendríamos el menor indicio de cómo se realizaron esas obras, situación que propició además considerables reyertas teóricas, ampliando aún más el valor de la imagen, rompiendo de paso con aquellos axiomas incondicionales que lo subordinaban a lo tangible y la imposición de lo verídico. Librada de estas limitaciones, la fotografía fue un factor decisivo para entender la función de la imagen en relación con el lenguaje visual, condición replicada más tarde -considerando las distancias- en nuestra escena local de fines de los ‘70s, década donde recién comienza en propiedad a asomarse la autonomía del objeto artístico, observándose por primera vez la particular condición de entender la obra como registro fotográfico.

Superada la pretendida objetividad y subordinación a lo imaginario, lo fotográfico se disemina en lo genérico, junto a una discursividad no menos apremiante, aunque en ese afán nunca ha resignado la innegable relación de privilegio con lo real, donde lo verídico discurre en lo verdadero de la misma forma como lo verdadero en lo verídico. En el ejercicio de documentar, lo cotidiano aparece como una relación deseable, aunque no exenta de dificultades, identificando en ese proceso situaciones que a diario establecen una rutina inconmensurable.

Dado ese marco, la virtud de la propuesta de Carola Sepúlveda es transgredir el umbral del consentimiento, sobrepasando las fronteras breves de la habitabilidad y, con ello, el espacio privado, la intimidad doméstica, la posibilidad de lo otro. Algo aparentemente contradictorio para una sociedad que solo se reconoce en lo individual. ¿Cómo llamar la atención entonces sobre una realidad a veces tan esquiva? Únicamentea través de un sofisticado artilugio, una jugada intrépida que esquive los obstáculos. No podía ser a través de la imagen convencional (estamos demasiado habituados a ella), sino que mediante algo menos evidente, de acuerdo a los tiempos, un poco más audaz, contraviniendo de alguna manera lo esperado. Solo reunía ese requisito la cámara estenopeica, el sistema más tangible y pedestre de captación de la imagen, utilizado abusivamente en reproducciones oníricas o etéreas, y que recupera ahora el aspecto más inmediato y manifiesto de la imagen: transcribir, duplicar o reproducir de forma natural, entornos, lugares y personas. Una captura autosuficiente y eficaz, capaz de provocar la sensación de realidad próxima, testimonio innegable del acontecimiento, una crónica que describe sin recurrir necesariamente al relato.

El habitar define el ámbito propio, donde reside nuestra identidad. Por eso se establece como un espacio privado, a menudo inaccesible; traspasar esa barrera implica sortear la prohibición y el confinamiento. De ahí que la primera dificultad consiste en la solicitud: el permiso para acceder a esos rincones domesticados. Situación aún más difícil en un contexto de inseguridad y sospecha, agravado por un modo de vida renuente aceptar la concurrencia de otros.

La ciudad, en su afán territorial expansivo, no tiene consideraciones con la vida de los sujetos. Compartir se ha vuelto un espacio cercado y exclusivo que inhibe la reciprocidad, condición favorecida por la velocidad de la faena diaria y esa innegable sensación de estar viviendo en un tiempo abreviado. En este ambiente, el vecindario no siempre implica vecindad y, lo que entendemos hoy por humanidad, está supeditado al crecimiento, la movilidad, la especulación inmobiliaria y el consumo. En este afán indiscreto, podríamos decir incluso  curioso de la artista, lo otro aparece como radicalmente diferente, un enigma cercano; pasar el umbral de la puerta implica reconocerse en una pertenencia mayor, el lugar común, intentando en ese transcurso algo completamente inusual: el encuentro, una cercanía que, por momentos, deja de ser ilusoria e improbable.

Patricio M. Zárate

Luz común es una mirada íntima a la experiencia del habitar contemporáneo  en edificios residenciales. En estos espacios vivimos la dualidad de estar a centímetros de distancia y conceptualmente aislados. Necesariamente protegemos nuestra intimidad de la vista o la conciencia del “otro”, el vecino, aquel extraño que encontramos de pasada en las escaleras o accesos.

El proyecto nace de la curiosidad por saber que hay detrás de cada puerta, de cada muro, de cada loza de los departamentos en un edificio. Esta curiosidad lleva a preguntarse por cómo organizan los espacios, de qué manera disponen la mesa al comer, dónde instalan sus computadores los dueños de esos sonidos y voces que se cuelan como murmullos entre un departamento y otro; cómo es la existencia del hogar del martilleo o del taconeo incesante; cuál es la identidad de aquellos rostros que se topan en los pasillos. Vertical y horizontalmente se despliegan cotidianos, dinámicas e intimidades de forma

simultánea, en este sentido Perec (1988) nos dice: 

Los vecinos de una misma casa viven a pocos centímetros unos de otros; los separa un simple tabique; comparten los mismos espacios repetidos de arriba abajo del edificio; hacen los mismos gestos al mismo tiempo: abrir el grifo, tirar de la cadena del wáter, encender la luz, poner la mesa, algunas decenas de existencias simultáneas que se repiten de piso en piso, de casa en casa, de calle en calle. (p.11)

Con este trabajo se ha buscado representar en imagen ese instante fugaz e intrascendente en que las personas -desde sus propios espacios- imaginan a su vecino en el momento en que se siente algún indicio de su presencia, cuando la barrera conceptual de asilamiento brevemente se fisura.

Para el desarrollo del trabajo la artista recurre a una técnica experimental de su autoría: Cedazo fotográfico, donde hace capturas digitales a imágenes proyectadas sobre un papel traslúcido instalado dentro de una cámara estenopeica. Une el principio más rudimentario de la fotografía, el estenopo, con la tecnología digital. El resultado entrega imágenes difusas, de contornos irregulares, con poca definición, lo que las hace cercanas y distantes, pues los iconos son reconocibles, pero se escapan en la densidad de su atmósfera. En las fotografías hay una realidad, un cotidiano, alejado de convenciones. El cedazo fotográfico, enfatizado por el papel (traslúcido), se muestra como tal. La fotografía se revela como un tamiz de la realidad, haciendo que la imagen no se presente como verificación, sino como posibilidad.

Así, se fotografiaron espacios, rincones y retratos dentro de los departamentos, buscando imágenes que mantuvieran una distancia, que conservaran el halo de enigma de la intimidad de los vecinos. No podían ser fotografías nítidas y convencionales, pues Luz común parte precisamente de la base de representar la imagen de una especulación; “imagen de una imagen” como lo definió el filósofo Sergio Rojas (Chile).

Se ha entrado en los espacios “misteriosos” de los vecinos, y se ha salido de ellos con una imagen que no los devela.

Carola Sepúlveda

Imaginar de memoria lo que fue un espacio de refugio y encierro

Sergio Rojas,

Filósofo

“Me disculpo con la cafetera cuando la dejo sucia, 

le reclamo a los fideos si quedan pegados 

o al refrigerador cuando comienza a sacudirse 

con esa vocación de temblor que tanto me asusta”

Nona Fernández

En “Espacios Hablados” Carola Sepúlveda reflexiona lo que fue la cotidianeidad durante el tiempo de encierro debido a la pandemia mundial del Covid 19. No se trata de la ficción de regresar al pasado intentando recrear en su diferencia aquel régimen al que nos acostumbramos, pues aquí es más bien el pasado lo que se hace venir al presente en los relatos que la artista fue reuniendo en el proceso de creación de esta obra.

El nombre de la exposición plantea la reflexión sobre la memoria, lo cotidiano, el pasado, pero también sobre el modo en que lo pretérito persiste. No se trata simplemente del recuerdo de situaciones, noticias o conversaciones que en su excepcionalidad hayan quedado grabadas en la mente como el sello distintivo de ese tiempo extraordinario. Los relatos que Carola puso visualmente en escena pueden considerarse como siendo no una transcripción objetiva de la circunstancia del encierro sanitario, sino más bien la traducción mediante palabras de aquel insólito “ahí”. Porque, en sentido estricto, lo extraordinario no fue lo que sucedió, sino domiciliarnos en ello; es decir, haber tenido una convivencia cotidiana con lo tremendo. Era como si lo que estaba sucediendo en ese momento estuviese no “más allá” de lo imaginable, sino precisamente más acá. “Espacios Hablados” da a pensar esta extraña relación interna entre lo excepcional y lo cotidiano, una relación contenida en lo que podría ser hoy la memoria de la pandemia.

Cuando se trata de traer al presente ese tiempo de espacios acotados, de trayectos “con permiso”, de privacidades postergadas, pareciera que la memoria no está simplemente disponible, sino que es necesario ponerla en escena. Porque la conciencia siempre trasciende las situaciones y las cosas, hacia lo que está más allá de la mesa, de los muros, del horizonte. Pero ahora, en esta memoria hablada, las cosas se acumulan, nos rodean y a veces se nos vienen encima. En uno de los textos dispuestos en el muro del pasaje por el que ingresamos a la exposición leemos: “Miedo a morir sin haber terminado lo que sea que tengo que terminar. Mejor solo funcionar, pues existe el caos del teletrabajo, el cerro de ropa recién lavada, las torres de loza sin lavar, el polvo que se ha acumulado sobre los muebles y bajo las camas, las pataletas adolescentes, y la angustia de vivir en este país con tanta injusticia”. Lo que suele ser un anónimo contexto, un escenario familiar o un entorno que en su regularidad se ha vuelto invisible, en la memoria emerge insubordinado. En la memoria hablada la realidad que un día vivimos puede tornarse abrumadora.

En el tiempo de encierro pandémico, ¿habremos aprendido algo acerca de nosotros mismos y de nuestras relaciones con los demás? Cuando todo esto recién se anunciaba dijimos que era “inimaginable” la posibilidad de tener que permanecer enclaustrados durante meses. ¿Acaso después ello fue imaginable? Pienso que no. Sorprendentemente, lo que parece no ser imaginable es más bien lo cotidiano, y la pandemia significó un forzado domicilio en lo cotidiano, una completa subsunción de nuestra existencia en el concreto espacio de residencia, en el orden doméstico de los objetos y sus usos. La pandemia transformó una parte de nuestra existencia en un cuidadoso trato con las cosas. Nona Fernández escribe: “Los detalles más mínimos van ganando terreno, rutinas insignificantes se toman el día o, en mi caso, la noche”. Entonces, contra lo que pudiera pensarse, la imaginación no podía satisfacerse en esa especie de “juego posicional”. Imaginar calles vacías, noches silenciosas, conversaciones entre voces cuyas anatomías permanecen inmóviles frente a las pantallas, personas enmascaradas haciendo fila para ingresar en el almacén. En cierto sentido, la imaginación aquí no se confronta con el exceso, sino más bien con el resultado de una resta. Imaginar un tiempo que se define por las posibilidades restringidas.

Palabras que antes nos eran del todo desconocidas se hicieron extrañamente familiares: “zoom”, “enlace”, “teletrabajo”, “plataforma”, “silenciar”, “desmutarse”, “compartir pantalla”, “anfitrión”. Y una extraña noción se fue instalando a la base de todas estas relaciones y operaciones: lo “no presencial”. ¿Qué significa esto? La persona con la que me comunico no está físicamente en el mismo lugar que yo, la conexión es el soporte de una relación entre espacios distintos. El término “zoom” se refiere precisamente a un objeto o persona que permanece enfocada aun cuando se halle distante o incluso en movimiento. El zoom encuadra al otro en una imagen estable, lo estabiliza. Para algunas personas, esto significó un confortable retiro desde el mundo para transformarse en un emisor contemplativo o simplemente en un consumidor de información y espectáculos.  Para otras personas, al contrario, el enclaustramiento forzado las remitió a un espacio sin distancia, padeciendo la violencia de la escasez (de recursos materiales e intimidad). El hacinamiento y la soledad asfixian a la subjetividad en su propio “domicilio”. En ambas situaciones, el individuo hace consciente a tiempo completo que ha perdido su lugar en el mundo

Una parte de las relaciones humanas ingresó en una existencia digital. Llegaban desde todos lados los comentarios de quienes decían ya no tolerar la agenda de “reuniones zoom”, que buena parte de la jornada laboral se iba en estas “comunicaciones”; una profesora en la universidad comentaba nunca haberse sentido tan sola como en la circunstancia de encontrarse dictando una “clase zoom” ante veinte cámaras apagadas y en silencio; otro colega, sin embargo, declaraba encontrarse muy a gusto en esa nueva condición “a distancia” y que sin problema podría en adelante permanecer así (los periodistas acuñaron la expresión “síndrome de la cabaña”). En esos meses fuimos confrontados vivencialmente con la cuestión de si acaso es posible habitar en un mundo hecho de interacciones digitales. ¿Ya existíamos socialmente en una forma de aislamiento? La tecnología digital tuvo como objetivo hacer posible durante el encierro la continuidad de aquello que se considera imprescindible: comunicación y trabajo en modo no presencial. ¿Por qué el miedo ante la pandemia no desencadenó estados colectivos de caos en medio de un desesperado “sálvese quien pueda”?

En el otro extremo de la realidad, el hecho de encontrarse acogido en ese cómodo retiro hogareño que lo digital hace posible es también una forma de percibir las cosas. Tener que mantenerse durante meses encerrado ha sido ocasión para saber si uno pertenecía a “los establecidos” o a aquellos que no han logrado abandonar la intemperie. Como observa Zizek: “Hay muchas cosas que tienen lugar en el inseguro exterior para que otros puedan sobrevivir en su cuarentena privada…”. Enclaustrados con sus bibliotecas, ensimismadas reflexivamente y, a la vez, conectadas en redes digitales 24/7, las subjetividades de académicos e intelectuales gozaban la ilusión de ser “el centro alado del mundo” (parafraseando a Nietzsche). En este sentido, la pandemia no encontró a todo el mundo simplemente “desprevenido”, pues la precariedad que es esencial a la existencia humana ya había sido auxiliada para algunos e ignorada para otros. Y en el desastre económico provocado por la paralización de un amplio sector de la actividad comercial, la diferencia entre los “establecidos” y los otros se hizo en extremo manifiesta.

Lo tremendo de la situación nos impone hoy algo así como haber aprendido algo de ella y suponemos habría de ser algo fundamental, algo que tendría que ver con la especie humana y con nuestra forma de relacionarnos en el presente. ¿Es posible aprender de una catástrofe? ¿Alguna vez ha sucedido semejante aprendizaje? ¿Qué es lo que nos hace pensar que hay algo que aprender? Tal vez sucede que, por algún motivo, catástrofes de esta magnitud provocan la expectativa de una revelación (incluso en un sentido apocalíptico), debido precisamente a que estremecen los parámetros de nuestra cotidiana existencia. Sin embargo, como señala Zizek, resulta difícil aceptar que la pandemia es algo “que simplemente ha ocurrido y no hay ningún significado oculto”. Lo que es difícil aceptar no es que la catástrofe carezca en sí misma de sentido, sino el hecho de que en nuestra cotidiana existencia no hay un significado oculto. La cotidianeidad trae consigo una forma de seguridad, un conjunto de convicciones de baja intensidad y su efecto es el presentimiento de que no hay una salida desde el modo en que he ordenado mi existencia, seguridad en que no existen fisuras por donde ese orden pudiese de pronto transformarse en otra cosa. El orden cotidiano es la trama del “yo”, de la posibilidad misma de decir “yo”. En esta trama las subjetividades se relacionan, se comunican, hablando, y así es como se protege lo cotidiano de aquello que podría amenazarla desde la intemperie.

El recorrido de “Espacios Hablados” tiene su desenlace material en un espacio cuyo muro circular vemos un conjunto de pinturas de pequeño formato. Lo que se representa en estos cuadros son floreros de mesa, libros, mascotas de casa, verduras, pequeñas masas frente al horno en la cocina, una taza de café junto al azucarero, un trozo de pan sobre un plato, acotadas vistas desde el interior de un domicilio, pequeños retratos de familiares sobre un aparador, un delantal colgado junto a un paño de cocina, una cortina desplegada sobre una ventana apenas abierta. Se trata de fragmentos de una interioridad de la cual nunca tenemos un plano general, porque aquellos objetos, desde su sosegado estar “a la mano”, no llegan a constituir propiamente un paisaje. No contemplamos la intimidad del hogar como lo haríamos ante la vista de una playa, de una campiña o de la ciudad. En el espacio doméstico los objetos captan nuestra atención, si es lo que hacen, uno a uno, porque su situación en el espacio no ha sido planificada, sino que cada cosa, cada rincón, cada huella responde a particulares propósitos, olvidos o simples descuidos. De esto dan cuenta esas pequeñas pinturas y su disposición irregular sobre el muro. Fragmentos de lo que, en cierto sentido, nunca fue de la memoria.

La pandemia sacudió la pre-reflexiva “creencia” de que es en la eficacia y verdad de un orden que se sostiene nuestra vida de todos los días. Lo que más tarde haría posible el “retorno a la normalidad” no es un nuevo saber revelado desde el desastre, sino el olvido, o más precisamente: el hecho de que en sentido estricto no es posible una memoria de la catástrofe. Lo cotidiano parece estar siempre fuera de la historia, también de lo memorable; en cierto modo es incluso también ajeno a la imaginación. Cotidiano es el poderoso sentimiento de encontrarse circunstanciadamente en el mundo. De pronto suena la alarma, y entonces acusamos recibo de que el mundo se sostiene sobre un territorio no acogedor, que hay en el corazón del mundo un espacio inhóspito que rechaza toda acción de hacerlo habitable. El presentimiento del repentino arruinamiento de lo cotidiano. Esto sí es tarea de la imaginación, y también de la memoria. Se trata de imaginar una memoria. ¿Qué clase de desastre global es ese que se vive puertas adentro?

Durante casi dos años vivimos desde el enclaustramiento un desastre de escala global. El encierro favoreció la “experiencia” de que algo estaba sucediendo. Transitamos desde los acontecimientos de la revuelta de octubre, que bullía en significantes de ruptura y un ajuste de cuentas con “la historia”, hacia el puro acaecer del Covid 19 que acechaba a la vida humana desde un orden de realidad microscópico. Desde nuestra perspectiva cotidiana resultaba insólito el que esta amenaza invisible se extendiera en una escala planetaria. ¿Es posible pensar un acontecimiento del tamaño del planeta que no sea el “fin del mundo”? Y esa magnitud inconcebible ¿no implica la ruptura definitiva entre el acontecimiento y su representación? En sentido estricto, el virus no estaba sucediendo en “el planeta”, sino más bien en todos los lugares de este. Es decir, el planeta dejó de ser esa abstracción producida por las ideas de globalización financiera y redes digitales, y se transformó en un cúmulo inimaginable de sitios en los que los seres humanos debían en cada caso parapetarse. Durante ese tiempo cualquier estornudo, tos, cefalea o estado febril podía señalar a un hospedador del virus. Las personas se preguntaban: ¿cómo se transmite? ¿Los animales domésticos pueden contagiarse? ¿Cuánto sobrevive el virus adherido a los objetos? ¿Podía permanecer activo en el suelo y adherirse a la suela de los zapatos? Supimos en ese momento que la mayoría de los virus son incluso submicroscópicos, se perdía entonces completamente “de vista” algo que podía estar en cualquier parte.

En lo esencial, el virus es un tipo de organismo cuya vida consiste en reproducirse, lo que sólo puede hacer en las células de otros organismos. Existen incluso virus que infectan a otros virus (virófagos). Resulta en principio paradójico que esta invisible y letal amenaza sobre la vida humana consista en una forma de “vida” cuya única actividad es la reproducción de sí misma. ¿Es la reproducción la esencia de la vida no humana?

Gobernados por la política del distanciamiento, cualquier ser humano es era una amenaza debido a su potencial condición de “hospedador”. El potencial “democratizante” del virus no consiste en la danza macabra de la muerte que amenaza a todos por igual (porque esto, después de todo, parece ya no ser cierto, dado el resguardo socioeconómico de unas vidas en desmedro de otras), sino más bien la idea de la equidistancia. El virus transita sin propósito alguno cruzando fronteras sociales, políticas, sexuales, etcétera. En un mundo que parece desmaterializarse en redes digitales donde todo fluye en la forma del capital financiero e información, se trata de impedir que los individuos transiten (cuarentena, toque de queda, cordones sanitarios, mascarillas, controles de temperatura en el espacio público). No tenemos la imagen del virus como de algo que está en un lugar, sino como una forma de vida que no cesa de moverse. ¿Qué clase de “vida” es la de ese ser que, en sentido estricto, no habita? En efecto, fue también un tiempo de cuestiones metafísicas. Zizek reflexiona: “hay algo tranquilizador en el hecho de que nos creamos castigados, de que el universo (o Alguien-de-ahí-fuera) nos plante la cara”. Surge de pronto el presentimiento de que la existencia de la “especie humana” no es un propósito de la naturaleza; que los “animales inteligentes”, existen al interior de un universo sin propósito.

En medio de un universo de tramas digitales, en que la invisibilidad de la amenaza viral repite a su manera la realidad abstracta del capital y donde las personas aparecen y desaparecen en las pantallas -en un régimen de “no presencialidad”-, el acontecimiento de las sombras nos remite a la frágil y acogedora materialidad de las pequeñas contingencias, a los espacios de azar de lo que sucede entre las cosas, estimulando los juegos de la imaginación. Las sombras son como criaturas de otro tiempo.

La pandemia fue como una forzada confrontación de la humanidad consigo misma. Como si hubiese sido un gran “experimento” en que la variable a observar hubiese sido justamente el comportamiento humano. Acaso este enclaustramiento durante la pandemia tuvo que ver también con una paradójica necesidad de orden en un clima de completa ausencia de certezas frente a esta inédita situación global. La plaga habría traído consigo una forma de lucidez acerca del error en que se había convertido nuestra forma de vivir, lo que se expresaría justamente en el hecho de que la población pudo adecuarse rápidamente a las condiciones de aislamiento impuestas por la emergencia. En el 2010 Tony Judt escribía: “Gran parte de lo que hoy nos parece ‘natural’ data de la década de 1980: la obsesión por la creación de riqueza, el culto a la privatización y el sector privado, las crecientes diferencias entre rico y pobres”. La naturalización de esta forma de vivir es el individualismo para el cual lo que nombra la expresión “nosotros” sería una simple quimera o un peligro. El individualismo es tanto una actitud en que se acepta lo inevitable, como también la forma en que las personas creen siempre poder “acomodarse” en lo inhabitable. En algunas zonas del país grupos de individuos hacen barricadas para impedir la llegada de “afuerinos”; en otro lugar, vecinos incendian un local que iba a implementarse para recibir a personas contaminadas que no tenían dónde hacer cuarentena; empleados se organizan para auxiliar a compañeros de labores que han perdido sus trabajos; se hacen colectas para ayudar a personas de escasos recursos que han perdido a un familiar; el Ministro de Salud se pregunta “¿qué pasa si el virus muta y se vuelve buena persona?”; familias pudientes se trasladan a la playa llevando en el portamaletas a empleadas de la casa; el presidente de la República le pide al virus “que nos deje tranquilos y se vaya del país”; mientras tanto, la máxima autoridad sanitaria de un país vecino declara que una persona contaminada pero asintomática “contagia sólo cuando respira”; el presidente de la nación con el mayor número de contagiados en el continente sostiene que “gran parte de lo que hay es fantasía”; en el país más poderoso del planeta su máxima autoridad declaraba en marzo del 2020 que gracias a las medidas económicas que se han tomado “el consumidor nunca había estado en una mejor posición que ahora”. 

Fue un tiempo extraño, en que el domicilio forzado podía ser. A la vez, refugio y encierro frente a un exterior tan incierto como amenazante. Sin embargo, el silencio también disponía nuestra atención hacia otras señales -como en una obra de John Cage. Visitando “Espacios Hablados” en el lugar, el clima subjetivo de intimidad y recogimiento reflexivo que la obra propiciaba era “intervenido” por el intermitente sonido de aves. Desparecía la fantasía distópica del “bunker”. Luego nos retirábamos de la sala con el sentimiento de que domiciliarse puede ser también una forma de recuperar la experiencia de un exterior todavía inagotable. 

Esta exposición es una suerte de mapeo de la memoria sensible del habitar y de la percepción de lo mínimo, que nos hace preguntarnos sobre la relevancia de la experiencia del hogar y su reverberación colectiva. Es así como la artista Carola Sepúlveda reflexiona acerca del tiempo de lo doméstico y su intimidad, indagando a partir de relatos de personas conocidas y anónimas, convocadas por ella a través de Twitter, a describir objetos o experiencias sobre lo que estaban atravesando o experimentando por el confinamiento forzado por la pandemia del COVID.

La necesidad de compartir la soledad y la incertidumbre en aquellos espacios hablados se inició en marzo de 2020, momento atravesado por un estallido social que significó un anhelo colectivo de dignidad y justicia, y el inesperado encierro forzado lleno de amenazas sanitarias y de crisis en la salud mental, donde pasamos de habitar el espacio público a la intimidad de las casas. Durante ese proceso Carola fue pintando esos relatos desde el living de su casa, conformando así una constelación de naturalezas muertas. 

En aquel contexto, la proyección de las sombras y los detalles de la contemplación rutinaria se convirtieron en una suerte de cobijo, contención y espesura material para la artista, que ha buscado insistentemente en sus procesos artísticos explorar las sutilizas y la fragilidad de la relación entre lo material y lo espiritual, buscando desacelerar el ritmo frenético de la vida para reflexionar sobre lo que muchas veces dejamos de ver y sentir, enfocándose en las huellas corporales y los vestigios emocionales del entorno cotidiano que van recubriendo la piel personal y colectiva.

Espacios hablados nos invita así a pensar y vivenciar, en una propuesta inmersiva, acerca de lo que significa el haber habitado el encierro a través de las memorias corporales y emocionales latentes que anidan en nosotros.