La crisis sanitaria por la pandemia Covid-19 llevó a la artista visual Carola Sepúlveda a abordar el cotidiano hogareño –objetos, espacios y rituales– en un rol de contención. El resultado de ese proceso es “Espacios hablados: de sombras, cotidiano y confinamiento”, instalación de estructuras cilíndricas que contienen una serie de piezas de mediano y pequeño formato en su interior, desde papel japonés con sombras retroproyectadas, textos a mano alzada sobre muro, óleos sobre tela y una instalación-diseño sonoro.



“El montaje invita a un tránsito que parte desde la sombra de la sala hacia otras formas de oscuridad; figuras de sombras hogareñas retroproyectadas sobre una pared circular de papel, que, a la vez, van guiando el recorrido hacia un núcleo denso que envuelve las imágenes íntimas y cálidas del cobijo; pequeños óleos sobre tela con imágenes del cotidiano”. Así define Carola Sepúlveda su instalación. Y agrega: “El recorrido parte desde una oscuridad monocroma hacia la luz y el color, acompañado por detalles de audio con sonidos domésticos, que refuerzan este ambiente. También es parte de la obra, el recorrido por el pasillo lateral y superior de la sala. Aquí encontramos extractos de diez de los relatos que dieron origen a las pinturas, óleos.  Los relatos están escritos a mano, con tiza,  directamente en el muro, cada uno iluminado por una pequeña ampolleta”.

carolina sepulveda artista
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home carola sepulveda
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Espacios hablados: de sombras, cotidiano y confinamiento

Andrea Jösch K. 

Curadora

Esta exposición es una suerte de mapeo de la memoria sensible del habitar y de la percepción de lo mínimo, que nos hace preguntarnos sobre la relevancia de la experiencia del hogar y su reverberación colectiva. Es así como la artista Carola Sepúlveda reflexiona acerca del tiempo de lo doméstico y su intimidad, indagando a partir de relatos de personas conocidas y anónimas, convocadas por ella a través de Twitter, a describir objetos o experiencias sobre lo que estaban atravesando o experimentando por el confinamiento forzado por la pandemia del COVID.

La necesidad de compartir la soledad y la incertidumbre en aquellos espacios hablados se inició en marzo de 2020, momento atravesado por un estallido social que significó un anhelo colectivo de dignidad y justicia, y el inesperado encierro forzado lleno de amenazas sanitarias y de crisis en la salud mental, donde pasamos de habitar el espacio público a la intimidad de las casas. Durante ese proceso Carola fue pintando esos relatos desde el living de su casa, conformando así una constelación de naturalezas muertas. 

En aquel contexto, la proyección de las sombras y los detalles de la contemplación rutinaria se convirtieron en una suerte de cobijo, contención y espesura material para la artista, que ha buscado insistentemente en sus procesos artísticos explorar las sutilizas y la fragilidad de la relación entre lo material y lo espiritual, buscando desacelerar el ritmo frenético de la vida para reflexionar sobre lo que muchas veces dejamos de ver y sentir, enfocándose en las huellas corporales y los vestigios emocionales del entorno cotidiano que van recubriendo la piel personal y colectiva.

Espacios hablados nos invita así a pensar y vivenciar, en una propuesta inmersiva, acerca de lo que significa el haber habitado el encierro a través de las memorias corporales y emocionales latentes que anidan en nosotros. 

“Me disculpo con la cafetera cuando la dejo sucia, 

le reclamo a los fideos si quedan pegados 

o al refrigerador cuando comienza a sacudirse 

con esa vocación de temblor que tanto me asusta”

Nona Fernández

En “Espacios Hablados” Carola Sepúlveda reflexiona lo que fue la cotidianeidad durante el tiempo de encierro debido a la pandemia mundial del Covid 19. No se trata de la ficción de regresar al pasado intentando recrear en su diferencia aquel régimen al que nos acostumbramos, pues aquí es más bien el pasado lo que se hace venir al presente en los relatos que la artista fue reuniendo en el proceso de creación de esta obra.

El nombre de la exposición plantea la reflexión sobre la memoria, lo cotidiano, el pasado, pero también sobre el modo en que lo pretérito persiste. No se trata simplemente del recuerdo de situaciones, noticias o conversaciones que en su excepcionalidad hayan quedado grabadas en la mente como el sello distintivo de ese tiempo extraordinario. Los relatos que Carola puso visualmente en escena pueden considerarse como siendo no una transcripción objetiva de la circunstancia del encierro sanitario, sino más bien la traducción mediante palabras de aquel insólito “ahí”. Porque, en sentido estricto, lo extraordinario no fue lo que sucedió, sino domiciliarnos en ello; es decir, haber tenido una convivencia cotidiana con lo tremendo. Era como si lo que estaba sucediendo en ese momento estuviese no “más allá” de lo imaginable, sino precisamente más acá. “Espacios Hablados” da a pensar esta extraña relación interna entre lo excepcional y lo cotidiano, una relación contenida en lo que podría ser hoy la memoria de la pandemia.

Cuando se trata de traer al presente ese tiempo de espacios acotados, de trayectos “con permiso”, de privacidades postergadas, pareciera que la memoria no está simplemente disponible, sino que es necesario ponerla en escena. Porque la conciencia siempre trasciende las situaciones y las cosas, hacia lo que está más allá de la mesa, de los muros, del horizonte. Pero ahora, en esta memoria hablada, las cosas se acumulan, nos rodean y a veces se nos vienen encima. En uno de los textos dispuestos en el muro del pasaje por el que ingresamos a la exposición leemos: “Miedo a morir sin haber terminado lo que sea que tengo que terminar. Mejor solo funcionar, pues existe el caos del teletrabajo, el cerro de ropa recién lavada, las torres de loza sin lavar, el polvo que se ha acumulado sobre los muebles y bajo las camas, las pataletas adolescentes, y la angustia de vivir en este país con tanta injusticia”. Lo que suele ser un anónimo contexto, un escenario familiar o un entorno que en su regularidad se ha vuelto invisible, en la memoria emerge insubordinado. En la memoria hablada la realidad que un día vivimos puede tornarse abrumadora.

En el tiempo de encierro pandémico, ¿habremos aprendido algo acerca de nosotros mismos y de nuestras relaciones con los demás? Cuando todo esto recién se anunciaba dijimos que era “inimaginable” la posibilidad de tener que permanecer enclaustrados durante meses. ¿Acaso después ello fue imaginable? Pienso que no. Sorprendentemente, lo que parece no ser imaginable es más bien lo cotidiano, y la pandemia significó un forzado domicilio en lo cotidiano, una completa subsunción de nuestra existencia en el concreto espacio de residencia, en el orden doméstico de los objetos y sus usos. La pandemia transformó una parte de nuestra existencia en un cuidadoso trato con las cosas. Nona Fernández escribe: “Los detalles más mínimos van ganando terreno, rutinas insignificantes se toman el día o, en mi caso, la noche”. Entonces, contra lo que pudiera pensarse, la imaginación no podía satisfacerse en esa especie de “juego posicional”. Imaginar calles vacías, noches silenciosas, conversaciones entre voces cuyas anatomías permanecen inmóviles frente a las pantallas, personas enmascaradas haciendo fila para ingresar en el almacén. En cierto sentido, la imaginación aquí no se confronta con el exceso, sino más bien con el resultado de una resta. Imaginar un tiempo que se define por las posibilidades restringidas.

Palabras que antes nos eran del todo desconocidas se hicieron extrañamente familiares: “zoom”, “enlace”, “teletrabajo”, “plataforma”, “silenciar”, “desmutarse”, “compartir pantalla”, “anfitrión”. Y una extraña noción se fue instalando a la base de todas estas relaciones y operaciones: lo “no presencial”. ¿Qué significa esto? La persona con la que me comunico no está físicamente en el mismo lugar que yo, la conexión es el soporte de una relación entre espacios distintos. El término “zoom” se refiere precisamente a un objeto o persona que permanece enfocada aun cuando se halle distante o incluso en movimiento. El zoom encuadra al otro en una imagen estable, lo estabiliza. Para algunas personas, esto significó un confortable retiro desde el mundo para transformarse en un emisor contemplativo o simplemente en un consumidor de información y espectáculos.  Para otras personas, al contrario, el enclaustramiento forzado las remitió a un espacio sin distancia, padeciendo la violencia de la escasez (de recursos materiales e intimidad). El hacinamiento y la soledad asfixian a la subjetividad en su propio “domicilio”. En ambas situaciones, el individuo hace consciente a tiempo completo que ha perdido su lugar en el mundo

Una parte de las relaciones humanas ingresó en una existencia digital. Llegaban desde todos lados los comentarios de quienes decían ya no tolerar la agenda de “reuniones zoom”, que buena parte de la jornada laboral se iba en estas “comunicaciones”; una profesora en la universidad comentaba nunca haberse sentido tan sola como en la circunstancia de encontrarse dictando una “clase zoom” ante veinte cámaras apagadas y en silencio; otro colega, sin embargo, declaraba encontrarse muy a gusto en esa nueva condición “a distancia” y que sin problema podría en adelante permanecer así (los periodistas acuñaron la expresión “síndrome de la cabaña”). En esos meses fuimos confrontados vivencialmente con la cuestión de si acaso es posible habitar en un mundo hecho de interacciones digitales. ¿Ya existíamos socialmente en una forma de aislamiento? La tecnología digital tuvo como objetivo hacer posible durante el encierro la continuidad de aquello que se considera imprescindible: comunicación y trabajo en modo no presencial. ¿Por qué el miedo ante la pandemia no desencadenó estados colectivos de caos en medio de un desesperado “sálvese quien pueda”?

En el otro extremo de la realidad, el hecho de encontrarse acogido en ese cómodo retiro hogareño que lo digital hace posible es también una forma de percibir las cosas. Tener que mantenerse durante meses encerrado ha sido ocasión para saber si uno pertenecía a “los establecidos” o a aquellos que no han logrado abandonar la intemperie. Como observa Zizek: “Hay muchas cosas que tienen lugar en el inseguro exterior para que otros puedan sobrevivir en su cuarentena privada…”. Enclaustrados con sus bibliotecas, ensimismadas reflexivamente y, a la vez, conectadas en redes digitales 24/7, las subjetividades de académicos e intelectuales gozaban la ilusión de ser “el centro alado del mundo” (parafraseando a Nietzsche). En este sentido, la pandemia no encontró a todo el mundo simplemente “desprevenido”, pues la precariedad que es esencial a la existencia humana ya había sido auxiliada para algunos e ignorada para otros. Y en el desastre económico provocado por la paralización de un amplio sector de la actividad comercial, la diferencia entre los “establecidos” y los otros se hizo en extremo manifiesta.

Lo tremendo de la situación nos impone hoy algo así como haber aprendido algo de ella y suponemos habría de ser algo fundamental, algo que tendría que ver con la especie humana y con nuestra forma de relacionarnos en el presente. ¿Es posible aprender de una catástrofe? ¿Alguna vez ha sucedido semejante aprendizaje? ¿Qué es lo que nos hace pensar que hay algo que aprender? Tal vez sucede que, por algún motivo, catástrofes de esta magnitud provocan la expectativa de una revelación (incluso en un sentido apocalíptico), debido precisamente a que estremecen los parámetros de nuestra cotidiana existencia. Sin embargo, como señala Zizek, resulta difícil aceptar que la pandemia es algo “que simplemente ha ocurrido y no hay ningún significado oculto”. Lo que es difícil aceptar no es que la catástrofe carezca en sí misma de sentido, sino el hecho de que en nuestra cotidiana existencia no hay un significado oculto. La cotidianeidad trae consigo una forma de seguridad, un conjunto de convicciones de baja intensidad y su efecto es el presentimiento de que no hay una salida desde el modo en que he ordenado mi existencia, seguridad en que no existen fisuras por donde ese orden pudiese de pronto transformarse en otra cosa. El orden cotidiano es la trama del “yo”, de la posibilidad misma de decir “yo”. En esta trama las subjetividades se relacionan, se comunican, hablando, y así es como se protege lo cotidiano de aquello que podría amenazarla desde la intemperie.

El recorrido de “Espacios Hablados” tiene su desenlace material en un espacio cuyo muro circular vemos un conjunto de pinturas de pequeño formato. Lo que se representa en estos cuadros son floreros de mesa, libros, mascotas de casa, verduras, pequeñas masas frente al horno en la cocina, una taza de café junto al azucarero, un trozo de pan sobre un plato, acotadas vistas desde el interior de un domicilio, pequeños retratos de familiares sobre un aparador, un delantal colgado junto a un paño de cocina, una cortina desplegada sobre una ventana apenas abierta. Se trata de fragmentos de una interioridad de la cual nunca tenemos un plano general, porque aquellos objetos, desde su sosegado estar “a la mano”, no llegan a constituir propiamente un paisaje. No contemplamos la intimidad del hogar como lo haríamos ante la vista de una playa, de una campiña o de la ciudad. En el espacio doméstico los objetos captan nuestra atención, si es lo que hacen, uno a uno, porque su situación en el espacio no ha sido planificada, sino que cada cosa, cada rincón, cada huella responde a particulares propósitos, olvidos o simples descuidos. De esto dan cuenta esas pequeñas pinturas y su disposición irregular sobre el muro. Fragmentos de lo que, en cierto sentido, nunca fue de la memoria.

La pandemia sacudió la pre-reflexiva “creencia” de que es en la eficacia y verdad de un orden que se sostiene nuestra vida de todos los días. Lo que más tarde haría posible el “retorno a la normalidad” no es un nuevo saber revelado desde el desastre, sino el olvido, o más precisamente: el hecho de que en sentido estricto no es posible una memoria de la catástrofe. Lo cotidiano parece estar siempre fuera de la historia, también de lo memorable; en cierto modo es incluso también ajeno a la imaginación. Cotidiano es el poderoso sentimiento de encontrarse circunstanciadamente en el mundo. De pronto suena la alarma, y entonces acusamos recibo de que el mundo se sostiene sobre un territorio no acogedor, que hay en el corazón del mundo un espacio inhóspito que rechaza toda acción de hacerlo habitable. El presentimiento del repentino arruinamiento de lo cotidiano. Esto sí es tarea de la imaginación, y también de la memoria. Se trata de imaginar una memoria. ¿Qué clase de desastre global es ese que se vive puertas adentro?

Durante casi dos años vivimos desde el enclaustramiento un desastre de escala global. El encierro favoreció la “experiencia” de que algo estaba sucediendo. Transitamos desde los acontecimientos de la revuelta de octubre, que bullía en significantes de ruptura y un ajuste de cuentas con “la historia”, hacia el puro acaecer del Covid 19 que acechaba a la vida humana desde un orden de realidad microscópico. Desde nuestra perspectiva cotidiana resultaba insólito el que esta amenaza invisible se extendiera en una escala planetaria. ¿Es posible pensar un acontecimiento del tamaño del planeta que no sea el “fin del mundo”? Y esa magnitud inconcebible ¿no implica la ruptura definitiva entre el acontecimiento y su representación? En sentido estricto, el virus no estaba sucediendo en “el planeta”, sino más bien en todos los lugares de este. Es decir, el planeta dejó de ser esa abstracción producida por las ideas de globalización financiera y redes digitales, y se transformó en un cúmulo inimaginable de sitios en los que los seres humanos debían en cada caso parapetarse. Durante ese tiempo cualquier estornudo, tos, cefalea o estado febril podía señalar a un hospedador del virus. Las personas se preguntaban: ¿cómo se transmite? ¿Los animales domésticos pueden contagiarse? ¿Cuánto sobrevive el virus adherido a los objetos? ¿Podía permanecer activo en el suelo y adherirse a la suela de los zapatos? Supimos en ese momento que la mayoría de los virus son incluso submicroscópicos, se perdía entonces completamente “de vista” algo que podía estar en cualquier parte.

En lo esencial, el virus es un tipo de organismo cuya vida consiste en reproducirse, lo que sólo puede hacer en las células de otros organismos. Existen incluso virus que infectan a otros virus (virófagos). Resulta en principio paradójico que esta invisible y letal amenaza sobre la vida humana consista en una forma de “vida” cuya única actividad es la reproducción de sí misma. ¿Es la reproducción la esencia de la vida no humana?

Gobernados por la política del distanciamiento, cualquier ser humano es era una amenaza debido a su potencial condición de “hospedador”. El potencial “democratizante” del virus no consiste en la danza macabra de la muerte que amenaza a todos por igual (porque esto, después de todo, parece ya no ser cierto, dado el resguardo socioeconómico de unas vidas en desmedro de otras), sino más bien la idea de la equidistancia. El virus transita sin propósito alguno cruzando fronteras sociales, políticas, sexuales, etcétera. En un mundo que parece desmaterializarse en redes digitales donde todo fluye en la forma del capital financiero e información, se trata de impedir que los individuos transiten (cuarentena, toque de queda, cordones sanitarios, mascarillas, controles de temperatura en el espacio público). No tenemos la imagen del virus como de algo que está en un lugar, sino como una forma de vida que no cesa de moverse. ¿Qué clase de “vida” es la de ese ser que, en sentido estricto, no habita? En efecto, fue también un tiempo de cuestiones metafísicas. Zizek reflexiona: “hay algo tranquilizador en el hecho de que nos creamos castigados, de que el universo (o Alguien-de-ahí-fuera) nos plante la cara”. Surge de pronto el presentimiento de que la existencia de la “especie humana” no es un propósito de la naturaleza; que los “animales inteligentes”, existen al interior de un universo sin propósito.

En medio de un universo de tramas digitales, en que la invisibilidad de la amenaza viral repite a su manera la realidad abstracta del capital y donde las personas aparecen y desaparecen en las pantallas -en un régimen de “no presencialidad”-, el acontecimiento de las sombras nos remite a la frágil y acogedora materialidad de las pequeñas contingencias, a los espacios de azar de lo que sucede entre las cosas, estimulando los juegos de la imaginación. Las sombras son como criaturas de otro tiempo.

La pandemia fue como una forzada confrontación de la humanidad consigo misma. Como si hubiese sido un gran “experimento” en que la variable a observar hubiese sido justamente el comportamiento humano. Acaso este enclaustramiento durante la pandemia tuvo que ver también con una paradójica necesidad de orden en un clima de completa ausencia de certezas frente a esta inédita situación global. La plaga habría traído consigo una forma de lucidez acerca del error en que se había convertido nuestra forma de vivir, lo que se expresaría justamente en el hecho de que la población pudo adecuarse rápidamente a las condiciones de aislamiento impuestas por la emergencia. En el 2010 Tony Judt escribía: “Gran parte de lo que hoy nos parece ‘natural’ data de la década de 1980: la obsesión por la creación de riqueza, el culto a la privatización y el sector privado, las crecientes diferencias entre rico y pobres”. La naturalización de esta forma de vivir es el individualismo para el cual lo que nombra la expresión “nosotros” sería una simple quimera o un peligro. El individualismo es tanto una actitud en que se acepta lo inevitable, como también la forma en que las personas creen siempre poder “acomodarse” en lo inhabitable. En algunas zonas del país grupos de individuos hacen barricadas para impedir la llegada de “afuerinos”; en otro lugar, vecinos incendian un local que iba a implementarse para recibir a personas contaminadas que no tenían dónde hacer cuarentena; empleados se organizan para auxiliar a compañeros de labores que han perdido sus trabajos; se hacen colectas para ayudar a personas de escasos recursos que han perdido a un familiar; el Ministro de Salud se pregunta “¿qué pasa si el virus muta y se vuelve buena persona?”; familias pudientes se trasladan a la playa llevando en el portamaletas a empleadas de la casa; el presidente de la República le pide al virus “que nos deje tranquilos y se vaya del país”; mientras tanto, la máxima autoridad sanitaria de un país vecino declara que una persona contaminada pero asintomática “contagia sólo cuando respira”; el presidente de la nación con el mayor número de contagiados en el continente sostiene que “gran parte de lo que hay es fantasía”; en el país más poderoso del planeta su máxima autoridad declaraba en marzo del 2020 que gracias a las medidas económicas que se han tomado “el consumidor nunca había estado en una mejor posición que ahora”. 

Fue un tiempo extraño, en que el domicilio forzado podía ser. A la vez, refugio y encierro frente a un exterior tan incierto como amenazante. Sin embargo, el silencio también disponía nuestra atención hacia otras señales -como en una obra de John Cage. Visitando “Espacios Hablados” en el lugar, el clima subjetivo de intimidad y recogimiento reflexivo que la obra propiciaba era “intervenido” por el intermitente sonido de aves. Desparecía la fantasía distópica del “bunker”. Luego nos retirábamos de la sala con el sentimiento de que domiciliarse puede ser también una forma de recuperar la experiencia de un exterior todavía inagotable. 


“Proyecto financiado por el Fondo Nacional de Desarrollo Cultural y las Artes, Convocatoria 2021 del Ministerio”